jueves, 11 de agosto de 2011

Ulises Adamayo, el gaucho con un premio Nobel de física

Desde chiquito a Ulises le gustaba la física, leía los pocos libros que los gringos traían de los viajes a la ciudad y sobresalía en los juegos tradicionales, por mañoso e intelectual. También cuando cantaba y payaba con su guitarra, solía utilizar frases que otros gauchos no entendían, o respondía con versos cómo: “su mentira ha acabao/digasé la verdá/ha caio por peso propio/y es culpa de la gravedá”
Aun así era querido y respetado por sus pares y amigos, los cuales lo consultaban por los temas más simples, referidos por supuesto, a la física aplicada. Pero eso no le bastaba, así que un día, empezó a formular sus propias teorías. Eran simples claro, e imposibles, parecía más de un libro de metafísica escrito por amateurs. Sabía plantearlas, de eso no había dudas, y la gente las encontraba interesantes. Fue así como un extranjero, que estaba de paso, escucho su teoría más interesante, la cual planteaba, en términos simples, que según la cantidad de personas que habitara una casa, esa casa tenía un peso diferente de por sí. Variaba, según él, dependiendo la cantidad de personas que habitaran en ella, no necesariamente, que estuvieran adentro.

Nadie sabe cómo, pero el foráneo personaje logro llevar esta idea hasta las más altas esferas de la ciencia nacional. Los científicos quedaban desconcertados ante tal planteo, mas viniendo de un hombre de campo, desconocido y sin estudios. Pero: ¿Si era real? ¿Si alguna fuerza “mayor” había logrado que se diera tal prodigio? La primer discusión se dio en torno a si los científicos creen en fuerzas mayores o no, al no poder ponerse de acuerdo, le dieron a Ulises el beneficio de la duda. Y de golpe y porrazo, comenzaron los experimentos, las investigaciones, los planteos, los congresos y las conferencias. Pero todo moría en el mismo callejón sin salida: ¿Cómo pesar una casa? Se había comprobado la cantidad de yeso, ladrillo, madera, y componentes básicos de una vivienda en relación de unas a otras, los parámetros arquitectónicos y sin embargo, no podían pesar las casas, y de esa manera, refutar o comprobar la teoría.

No pasó mucho tiempo hasta que la noticia llegara a Europa, causando el mismo caos en el mundo de la física, a tal punto que el arte y la moda se obsesionaron con este planteo, obviamente todo en aras del comercio. De la noche a la mañana los grandes arquitectos Europeos ofrecían servicios personalizados, en los que contaban a los miembros de la familia y construían hogares utilizando quién sabe qué lógica, concepto o matemática relacionada con la teoría de Ulises. Incluso había un servicio para hacer grandes ventanales que luego se pudieran utilizar como puertas sin tener que tirar paredes a la hora de añadir un cuarto, en caso de que naciera otro hijo. Las visitas, claro, tenían una casa en alguna parte de la propiedad, pero no tan lujosa.
Después de veinte años de divagar, encontraron la teoría irrefutable. Incluso dicen, que la fundación Nobel se interesó por tan peculiar historia, así fue que luego de una investigación, dieron con Ulises Adamayo, el gaucho aspirante a físico, y enviaron a un joven prometedor en su búsqueda, para saber más de él. El joven suizo realmente admiraba a Ulises, no porque su teoría fuera, ni siquiera, interesante. Sino por su trasfondo, su forma de vida. Él también había nacido pobre, y quería llegar lejos gracias a su intelecto.

Cuando arribó al pequeño pueblito, buscó la casa de Ulises, directamente, no le importaba divagar con las costumbres de ese país tan tosco e intelectualmente retrasado. Cuando la encontró, se llevó una sorpresa.
Ulises se encontraba en la cama, afiebrado. Una serpiente lo había mordido y tenía una infección creciente, la comadrona del pueblo no sabía si podría ayudarlo incluso, pero sabía en su alma que haría todo lo que pudiera.
“Buenas tardes, don Ulises” Saludó con un acento muy marcado, pero en un español muy trabajado.
Buenas tardes ¿qué desea por aquí? – respondió Ulises, con pocas fuerzas, pero mucho interés.
-Me han enviado grandes físicos del mundo, para hablar con usted, en relación a una de sus teorías.
-Pregunte lo que quiera nomás, no se contenga, que sabe la gente de aquí que no tengo miedo de soltar la lengua cuando de eso se trata.
El joven físico suizo sabía que cualquier palabra podía ser la última de ese hombre, y más siendo un charlatán, tenía que ir al grano.
-¿Cómo hizo usted, para pesar una casa?
-¿Disculpe?
-Su teoría sobre el peso de las casas ¿Cómo hizo para pesarlas?
-¿Le parece que yo puedo pesar una casa?
-¿Y cómo formuló ese planteo?
-No sabría decirle, amigo, siempre me dio la sensación. ¿No ha notado que las casas donde vive más gente son más grandes?
El joven se sonrió. Tenía una mezcla de sentimientos, pero ninguno era desagradable. Se quedó el resto de la tarde y la noche hasta bien entrada la mañana hablando con Ulises, éste último contento porque finalmente había encontrado a alguien que en vez de hacerle preguntas, respondía todas las suyas. Y dicen que ambos aprendieron cosas esa noche, Ulises, sobre física, el suizo, no me atrevería a decirlo, porque mentiría si lo hiciera, sin embargo, cuando volvió a Europa, le preguntaron cuál fue la respuesta de Ulises.
“Nunca llegó a decírmelo, falleció de una infección cuando llegue a la casa” dijo, seguro de que era lo que tendría que haber pasado, en un mundo ideal, pero nunca iba a admitir, que no le podía sacar el mérito regalado a nadie, y menos a ese carismático gaucho, que de física, no sabía nada, pero de hacerse notar, sabía mucho.